domingo, 11 de mayo de 2008

Cigarrillo

Casi no tengo recuerdos de aquella época ya pasada. Pero los que conservo son de una intensidad tal que aún hoy logran estremecerme y un frío parecido al del acero me recorre la espina. Puta, que ganas de fumar que me están dando otra vez. Es casi un reflejo el ansia de tabaco que siento ahora. Debería prenderme uno. Después de todo, el daño físico siempre será menor que este insomnio. Vuelve sobre mi cabeza una y otra vez, parece que se niegan a darme tregua. Son los recuerdos. Me corren aquellos que son atroces y huyen de mi esos pequeñuelos que son tiernos y gratos a la memoria. Parezco condenado por alguna especie de sortilegio arcano pero no tengo otro remedio más que descreer de esas supercherías. Soy un escéptico. Un escéptico que bajo ningún punto puede dominar (y mucho menos explicar) esas fuerzas que tejen y destejen las tramas de mi mente.

Ya basta. Tengo que terminar esto. No distingo entre remordimiento, culpa o simple terror. Solamente sé que un gran nudo comienza a cerrarse sobre mi alma y, lentamente, muy lentamente, la ata sin remedio a este mundo. Oh, debería aclarar estas cosas: este mundo no es el tuyo. Es MI mundo. El de esos recuerdos que te dije. Casi puedo leer tu cara que dice “¿qué recuerdos?”. No interesa si te lo preguntas con interés o socarronamente para reírte de mi agonística memoria. Simplemente sé que lo haces. Y por eso, los contaré. Al menos los que puedo recordar o, más importante aún, los que puedo contar.

Cuando era más chico yo fumaba mucho. Me quedan todavía esas ganas inquietas propias del adicto recuperado. Las manos parecen moverse solas y vívidas, como a la espera de ese tan soso ansiolítico. Pero seguí haciéndolo durante muchos años más y durante otros tantos deje sin lograr jamás parar ese impulso. Yo sabía que algo había en el humo que subía y frenéticamente se golpeaba distorsionándose contra el techo o contra lo que sea que se pusiera en su camino. Varias veces traté de encerrar una larga pitada dentro de un vaso y ver como el humo actuaba en cautiverio. Los minutos pasaban y yo me extasiaba en sus danzas siempre irregulares. Tal vez eso explique mis manos…

Salía por la mañana rutinariamente a comprar mis dos atados del día. Con una sonrisa me recibía el kiosquero al tiempo que extendía su mano a la cigarrera para tomar mi predecible pedido. Cuarenta pequeños tubitos de papel llenos de tabaco negro picado. Que carente de magia puede sonar eso para aquel que no lo haya saboreado (o padecido, pero no voy a entrar en dramas médicos ni en giladas por el estilo). Volvía caminando lento, muy lento, las dos cuadras que separaban mi casa del kiosco. Puede sonar curioso pero cada paso era casi tan extático como un cigarrillo en si mismo. Me deleitaba jugueteando con los pequeños paquetitos, pasándolos entre mis dedos. Entraba en mi casa sabiendo que tenía dos horas libres hasta tener que salir para mi trabajo. Esas dos horas eran mis vacaciones reales de cada día. Odiaba mi trabajo. Tal vez por eso lo dejé. El cigarrillo, digo. Es que en la oficina no me dejaban fumar.

Estaba esas dos horas, como iba diciendo, sentado contemplando como la brisa movía las plantas de mi jardín. Ponía la pava con agua a calentar y me cebaba unos mates durante un buen rato. Totalmente en silencio.

Luego chequeaba mi encendedor y reponía su carga de bencina con una especie de cariño fraternal. Abría un paquetito y sacaba un pitillo. Lo miraba largamente y, después de pasarlo un par de veces entre mis dedos, como un gato hace con un ratón, me lo llevaba a la boca y le acercaba el fuego. Casi sin pensarlo, retraía la nuca y miraba hacia el techo, a la espera de que el humo llegara hasta donde mi vista se posaba. Y allí comenzaba la danza azulada a corretear y, creo, una sonrisa se dibujaba en mi cara. Pitaba profusamente siempre en silencio. La televisión había sido en los últimos años prácticamente un mueble más en mi casa. Su ficción jamás superaba a la mía.

A medida que la pequeña y candente brasa se acercaba al filtro, iba progresivamente entrando en un raro trance del que solo salía cuando sentía demasiado calor cerca de los dedos. En ese momento, la luz volvía a mis pupilas y estrujaba la colilla contra el cenicero con cierto desdén cargado de frustración.

Crease o no, así transcurrieron doce años de mi vida sin cambios. Cada día era iluminado por una nueva brasita y era terminado por el pequeño montículo de colillas hediondas cayendo al cesto de basura. Era mediocre en el trabajo y realmente no llegaba a interesarme. Tenía problemas personales. Tal vez hubiera llegado a ser catalogado de asocial. Perdí una novia porque simplemente me aburrió. No supe que decirle cuando llego ese frío momento en el que algo se rompe entre dos personas. Simplemente di media vuelta y encendí un cigarrillo, a la vez que caminaba escuchando sus sollozos camuflados detrás de mis pasos.

A la distancia puedo decir que estaba atrofiando mi humanidad. Pero, de todas maneras, extraño ese efecto anestésico y prácticamente utópico que poblaba mis días. No sé como explicarlo.

Así, ese año, cuando dejé a Florencia (creo que se llamaba así, aunque creo todavía más convencido que su nombre realmente nunca me importó), hizo un invierno muy frío. Y nevó. Muy fuerte. Me sentí alegre porque cortaron los caminos y me ahorré de ir a trabajar. Fui al kiosco y compré no ya dos atados sino dos cajas. Debía ser precavido. Cerré la puerta y puse la pava a calentar. Los pequeños copos caían copiosos agolpándose en el suelo, en las plantas, en el todo terrenal. Tomé mi mate diario y prendí por primera vez en mucho tiempo la tele. Esperaba escuchar que se habían anegado los caminos. Y eso fue exactamente lo que escuché. Recuerdo haber reído. Hacía demasiado que no lo hacía y me sentí raro y agradecí estar solo para evitar las miradas indeseadas.

Prendí un cigarro y me recliné en mi silla. La pequeña nube azul se expandió por toda la habitación. Me sentía flotar. Cada músculo de mi cuerpo estaba totalmente inconsciente, por decirlo de alguna manera. Las volutas de humo me acariciaban y se enroscaban alrededor de mi cuerpo. Yo las miraba complaciente, como un padre mira juguetear a las hijas que ha engendrado.

Ellas ascendieron y se entrecruzaron, dilatándose y contrayéndose pero siempre hacia arriba. Exhalé una fuerte bocanada y otra nubecita fue a acompañar a su hermana. La ilusión era perfecta. Podía ver en esas columnas móviles todo aquello que quisiera imaginar. Era ahora columnas, ahora dragones, ahora mujeres. Y ahora nada.

Sentí una fuerte quemazón en el dedo y tiré lejos la colilla con una expresión de dolor en el rostro. Me había quemado. Por Dios, juraría que fueron cinco segundos que divagué, no pudo ser que el cigarro se consumiera tan rápido.

Me sentí invadido entonces por el clima. Supuse que alguna corriente de viento debería de estarse filtrando por entre la juntas de la ventana que, en el acto, cerré herméticamente con papeles de diario enrollados. Volví a sentarme, subí el termostato de mi estufa y encendí un cigarrillo.

Ahora estaba seguro de poder relajarme tranquilo. Toqué el fondo del atado ese día y me fui a dormir. Una semana pasó así y la nevada no cedía. Por lo tanto seguía en mi casa sin trabajo. Rogaba que fuera un invierno infinito.

Volví a prender un cigarro luego de mi mate matutino. El humo ascendió como todos los días. Trepidó por las paredes y fue hacia las puertas. Se enroscó en las lámparas y en los picaportes. Se filtró por debajo de las puertas y obturó los interruptores de luz. Caminó por los pasillos y trabó los cerramientos de las ventanas. Escondió las llaves y camufló la comida. La estufa era como un faro rojizo y distante. Fue reptando por todas y cada una de las paredes de la casa ese caminante azulado, posándose en cada mueble y en cada rincón. Parecía un acechador silencioso que buscaba vaya a saber que cosa entre mis cachivaches. Un sentimiento de terror comenzó a poseerme lentamente, cayendo como una gota de sudor helado por todo mi cuerpo. ¿Qué carajo era eso?

Los cuatro rincones de la habitación estaban cubiertos y una cortina gris cerraba la ventana. Maldije mi silenciosa contemplación por haberme quedado quieto. Ya era muy tarde. En algún fuero interno sabía que no había resistencia posible. Debía simplemente quedarme quieto y esperar que pasara a través de mi o que me reconociera como su creador. Eso estaba danzando orgiásticamente en cada rincón de mi casa. No me atrevía a, mejor dicho, no debía contradecir su autoridad recientemente ejercida sobre mi. Poco a poco, las esquinas fueron perdiendo sus bordes rectos y todo parecía comenzar a girar. Tuve la sensación de estar en una esfera gris.

Estaba capturándome. ¿Y que podría hacer al respecto? Simplemente aguardar piedad. Eso hice. Respiré profundo como previendo una futura falta de aire crónica y cerré los ojos. Casi podía sentir su avance, sus lengüetazos contra el piso, avanzando sinuoso. Podía suponer sus garras etéreas deslizándose por mi carne haciendo algún ultraje que llegaría recto a mi alma evitando el obstáculo que le suponía mi carne. Una lágrima cayó de mi ojo izquierdo cerrado al imaginar su facilidad para entrar en mi. Sentí un fuerte zumbido en mis oídos y luego todo se puso tan borroso como el mismísimo humo.

Dijeron que era una fuerte intoxicación por monóxido de carbono emanado por la estufa dentro de un ambiente demasiado cerrado. Que me había provocado alucinaciones y que tenía suerte de estar vivo. Pobres médicos. Ellos no saben nada. Ahora los veo prender sus cigarrillos mientras esperan al costado de sus ambulancias. Un día vendrá a por ustedes. O volverá a por mi. Y ya no habrá escape.







Lord KaNE

10/05/2008

1 comentario:

Les Claypool dijo...

Toda esta boludez, para decir que fuma y que lo extraña...

FORRO...

Abrazos y paz.-