domingo, 11 de mayo de 2008

"Cabecita Negra" de Germán Rozenmacher

Cabecita Negra

de Germán Rozenmacher



A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una muier gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
­Quiero ir a casa, mamá ­lloraba­. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
­¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? ­la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro.
­A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
­Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
­Viejo baboso ­dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante­. Hacéte el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
­Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
­Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando?­Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
­Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? ­ dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.
­Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer­ dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
­Señor agente ­le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
­Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto.­Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró­. Vivo ahí al lado­gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
­Dame café­dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
­Qué le hiciste­dijo al fin el negro.
­Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. . .­el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
­Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
­Este no es, José. ­Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

de "Cabecita Negra", Centro Editor de América Latina, © 1972


En: http://www.literatura.org/Rozenmacher/Cabecita_negra.html


Bien, no suelo subir cosas ajenas, pero esto creo que lo vale. De hecho, en próximos días pienso sacar algún artículo crítico sobre este cuento (que ira en forma de dossier de este mísero blog).


Que lo disfruten.



Lord KaNE


PD: Ah, leanlo en paralelo con Casa Tomada de Julio Cortázar. Se los recomiendo un detractor fuertemente arraigado de la literatura argentina.



Cigarrillo

Casi no tengo recuerdos de aquella época ya pasada. Pero los que conservo son de una intensidad tal que aún hoy logran estremecerme y un frío parecido al del acero me recorre la espina. Puta, que ganas de fumar que me están dando otra vez. Es casi un reflejo el ansia de tabaco que siento ahora. Debería prenderme uno. Después de todo, el daño físico siempre será menor que este insomnio. Vuelve sobre mi cabeza una y otra vez, parece que se niegan a darme tregua. Son los recuerdos. Me corren aquellos que son atroces y huyen de mi esos pequeñuelos que son tiernos y gratos a la memoria. Parezco condenado por alguna especie de sortilegio arcano pero no tengo otro remedio más que descreer de esas supercherías. Soy un escéptico. Un escéptico que bajo ningún punto puede dominar (y mucho menos explicar) esas fuerzas que tejen y destejen las tramas de mi mente.

Ya basta. Tengo que terminar esto. No distingo entre remordimiento, culpa o simple terror. Solamente sé que un gran nudo comienza a cerrarse sobre mi alma y, lentamente, muy lentamente, la ata sin remedio a este mundo. Oh, debería aclarar estas cosas: este mundo no es el tuyo. Es MI mundo. El de esos recuerdos que te dije. Casi puedo leer tu cara que dice “¿qué recuerdos?”. No interesa si te lo preguntas con interés o socarronamente para reírte de mi agonística memoria. Simplemente sé que lo haces. Y por eso, los contaré. Al menos los que puedo recordar o, más importante aún, los que puedo contar.

Cuando era más chico yo fumaba mucho. Me quedan todavía esas ganas inquietas propias del adicto recuperado. Las manos parecen moverse solas y vívidas, como a la espera de ese tan soso ansiolítico. Pero seguí haciéndolo durante muchos años más y durante otros tantos deje sin lograr jamás parar ese impulso. Yo sabía que algo había en el humo que subía y frenéticamente se golpeaba distorsionándose contra el techo o contra lo que sea que se pusiera en su camino. Varias veces traté de encerrar una larga pitada dentro de un vaso y ver como el humo actuaba en cautiverio. Los minutos pasaban y yo me extasiaba en sus danzas siempre irregulares. Tal vez eso explique mis manos…

Salía por la mañana rutinariamente a comprar mis dos atados del día. Con una sonrisa me recibía el kiosquero al tiempo que extendía su mano a la cigarrera para tomar mi predecible pedido. Cuarenta pequeños tubitos de papel llenos de tabaco negro picado. Que carente de magia puede sonar eso para aquel que no lo haya saboreado (o padecido, pero no voy a entrar en dramas médicos ni en giladas por el estilo). Volvía caminando lento, muy lento, las dos cuadras que separaban mi casa del kiosco. Puede sonar curioso pero cada paso era casi tan extático como un cigarrillo en si mismo. Me deleitaba jugueteando con los pequeños paquetitos, pasándolos entre mis dedos. Entraba en mi casa sabiendo que tenía dos horas libres hasta tener que salir para mi trabajo. Esas dos horas eran mis vacaciones reales de cada día. Odiaba mi trabajo. Tal vez por eso lo dejé. El cigarrillo, digo. Es que en la oficina no me dejaban fumar.

Estaba esas dos horas, como iba diciendo, sentado contemplando como la brisa movía las plantas de mi jardín. Ponía la pava con agua a calentar y me cebaba unos mates durante un buen rato. Totalmente en silencio.

Luego chequeaba mi encendedor y reponía su carga de bencina con una especie de cariño fraternal. Abría un paquetito y sacaba un pitillo. Lo miraba largamente y, después de pasarlo un par de veces entre mis dedos, como un gato hace con un ratón, me lo llevaba a la boca y le acercaba el fuego. Casi sin pensarlo, retraía la nuca y miraba hacia el techo, a la espera de que el humo llegara hasta donde mi vista se posaba. Y allí comenzaba la danza azulada a corretear y, creo, una sonrisa se dibujaba en mi cara. Pitaba profusamente siempre en silencio. La televisión había sido en los últimos años prácticamente un mueble más en mi casa. Su ficción jamás superaba a la mía.

A medida que la pequeña y candente brasa se acercaba al filtro, iba progresivamente entrando en un raro trance del que solo salía cuando sentía demasiado calor cerca de los dedos. En ese momento, la luz volvía a mis pupilas y estrujaba la colilla contra el cenicero con cierto desdén cargado de frustración.

Crease o no, así transcurrieron doce años de mi vida sin cambios. Cada día era iluminado por una nueva brasita y era terminado por el pequeño montículo de colillas hediondas cayendo al cesto de basura. Era mediocre en el trabajo y realmente no llegaba a interesarme. Tenía problemas personales. Tal vez hubiera llegado a ser catalogado de asocial. Perdí una novia porque simplemente me aburrió. No supe que decirle cuando llego ese frío momento en el que algo se rompe entre dos personas. Simplemente di media vuelta y encendí un cigarrillo, a la vez que caminaba escuchando sus sollozos camuflados detrás de mis pasos.

A la distancia puedo decir que estaba atrofiando mi humanidad. Pero, de todas maneras, extraño ese efecto anestésico y prácticamente utópico que poblaba mis días. No sé como explicarlo.

Así, ese año, cuando dejé a Florencia (creo que se llamaba así, aunque creo todavía más convencido que su nombre realmente nunca me importó), hizo un invierno muy frío. Y nevó. Muy fuerte. Me sentí alegre porque cortaron los caminos y me ahorré de ir a trabajar. Fui al kiosco y compré no ya dos atados sino dos cajas. Debía ser precavido. Cerré la puerta y puse la pava a calentar. Los pequeños copos caían copiosos agolpándose en el suelo, en las plantas, en el todo terrenal. Tomé mi mate diario y prendí por primera vez en mucho tiempo la tele. Esperaba escuchar que se habían anegado los caminos. Y eso fue exactamente lo que escuché. Recuerdo haber reído. Hacía demasiado que no lo hacía y me sentí raro y agradecí estar solo para evitar las miradas indeseadas.

Prendí un cigarro y me recliné en mi silla. La pequeña nube azul se expandió por toda la habitación. Me sentía flotar. Cada músculo de mi cuerpo estaba totalmente inconsciente, por decirlo de alguna manera. Las volutas de humo me acariciaban y se enroscaban alrededor de mi cuerpo. Yo las miraba complaciente, como un padre mira juguetear a las hijas que ha engendrado.

Ellas ascendieron y se entrecruzaron, dilatándose y contrayéndose pero siempre hacia arriba. Exhalé una fuerte bocanada y otra nubecita fue a acompañar a su hermana. La ilusión era perfecta. Podía ver en esas columnas móviles todo aquello que quisiera imaginar. Era ahora columnas, ahora dragones, ahora mujeres. Y ahora nada.

Sentí una fuerte quemazón en el dedo y tiré lejos la colilla con una expresión de dolor en el rostro. Me había quemado. Por Dios, juraría que fueron cinco segundos que divagué, no pudo ser que el cigarro se consumiera tan rápido.

Me sentí invadido entonces por el clima. Supuse que alguna corriente de viento debería de estarse filtrando por entre la juntas de la ventana que, en el acto, cerré herméticamente con papeles de diario enrollados. Volví a sentarme, subí el termostato de mi estufa y encendí un cigarrillo.

Ahora estaba seguro de poder relajarme tranquilo. Toqué el fondo del atado ese día y me fui a dormir. Una semana pasó así y la nevada no cedía. Por lo tanto seguía en mi casa sin trabajo. Rogaba que fuera un invierno infinito.

Volví a prender un cigarro luego de mi mate matutino. El humo ascendió como todos los días. Trepidó por las paredes y fue hacia las puertas. Se enroscó en las lámparas y en los picaportes. Se filtró por debajo de las puertas y obturó los interruptores de luz. Caminó por los pasillos y trabó los cerramientos de las ventanas. Escondió las llaves y camufló la comida. La estufa era como un faro rojizo y distante. Fue reptando por todas y cada una de las paredes de la casa ese caminante azulado, posándose en cada mueble y en cada rincón. Parecía un acechador silencioso que buscaba vaya a saber que cosa entre mis cachivaches. Un sentimiento de terror comenzó a poseerme lentamente, cayendo como una gota de sudor helado por todo mi cuerpo. ¿Qué carajo era eso?

Los cuatro rincones de la habitación estaban cubiertos y una cortina gris cerraba la ventana. Maldije mi silenciosa contemplación por haberme quedado quieto. Ya era muy tarde. En algún fuero interno sabía que no había resistencia posible. Debía simplemente quedarme quieto y esperar que pasara a través de mi o que me reconociera como su creador. Eso estaba danzando orgiásticamente en cada rincón de mi casa. No me atrevía a, mejor dicho, no debía contradecir su autoridad recientemente ejercida sobre mi. Poco a poco, las esquinas fueron perdiendo sus bordes rectos y todo parecía comenzar a girar. Tuve la sensación de estar en una esfera gris.

Estaba capturándome. ¿Y que podría hacer al respecto? Simplemente aguardar piedad. Eso hice. Respiré profundo como previendo una futura falta de aire crónica y cerré los ojos. Casi podía sentir su avance, sus lengüetazos contra el piso, avanzando sinuoso. Podía suponer sus garras etéreas deslizándose por mi carne haciendo algún ultraje que llegaría recto a mi alma evitando el obstáculo que le suponía mi carne. Una lágrima cayó de mi ojo izquierdo cerrado al imaginar su facilidad para entrar en mi. Sentí un fuerte zumbido en mis oídos y luego todo se puso tan borroso como el mismísimo humo.

Dijeron que era una fuerte intoxicación por monóxido de carbono emanado por la estufa dentro de un ambiente demasiado cerrado. Que me había provocado alucinaciones y que tenía suerte de estar vivo. Pobres médicos. Ellos no saben nada. Ahora los veo prender sus cigarrillos mientras esperan al costado de sus ambulancias. Un día vendrá a por ustedes. O volverá a por mi. Y ya no habrá escape.







Lord KaNE

10/05/2008

viernes, 9 de mayo de 2008

Monólogo sobre el amor

Mucho se ha hablado sobre este tema así que, siendo sincero conmigo mismo y para con mi trabajo, voy a aseverar que no agregaré nada nuevo más allá de mi opinión (simple y, tal vez, escasa). Hecha esta salvedad puedo dar paso a mi discurso.

En cada conversación en la que salga el tema se puede notar una fuerte constante acerca de la incapacidad de dar una definición unánime del concepto "amor". Esto es: el amor es un axioma del que nadie sabe nada más allá de que tan sólo existe. O, para ser más optimista, del que todo el mundo sabe tanto como puede abarcar de la inmensidad de su totalidad. Pero ¿tan grande es como para que nadie haya logrado abarcar en su máxima expresión?

Su carácter agonístico lo hace variable e inquieto. Es una polarida que anda dando saltos entre las antípodas más diversas que pueden resumirse en las pulsiones de la vida y la muerte, hechas sentimiento en la felicidad y la tristeza (extremando el asunto para lograr la mayor fuerza simplificadora posible).

Puedo entonces dar como primera característica de su fisonomía el hecho de que no tenga fisonomía. Es no más que una fuerza tan imposible de asir como de predecir.

Esta "petit morte" comparte con su siniestra hermana mayor el anonimato y la ignominia de su obra. La forma del umbral es sumamente clara, tan clara como cerrada.

¿Será acaso una "puerta cerrada"? Tiendo a pensar que si. Los rasgos comunes que todos aquellos que han cruzado esta puerta presentan son bastante similares. Hay un fuerte punto de inflexión en el que esta puerta debe necesariamente abrirse frente al cual cada persona debe volver necesariamente a su realidad.

El portal no es el camino. De hecho, una puerta es siempre algo para separar y para detener. Por lo tanto, ya desde este punto hay un aura negativa que rodea al amor en tanto sensación. Así como un portón ornamentado fomenta en nosotros una imagen mental de lo que guarda, el amor forja en nuestro intelecto una realidad supuesta que durara hasta que esta puerta caiga y devele su camino.

Parados frente a esta superficie de oro y gemas no queda otro camino más allá de la idealización. Y esa es la siguiente característica del amor: es un ideal. No existe más allá de nuestra subjetividad, de nuestro fuero interno. Por lo tanto, no es una realidad autónoma. Es más bien un aditamento que se agrega a nuestro imaginario.

Es como un principio religioso, un dogma cualquiera, una fe que voluntariamente adoptamos como propia. Y como tal, posee una carga de adoctrinamiento social.

O sea que es una entidad enteramente subjetiva implantada en la mera individualidad mediante fuerzas coercitivas sociales. La tercera característica es, por supuesto, que es social. Se constituye en tanto herramienta social como método para organizar las relaciones interpersonales y jerarquizarlas para poder ejercer control sobre ellas.

Cerrando este excursus, retomo el punto anterior. La puera ficcional constituye un ideario cuyas dos principales razones son su carencia de conexión con lo material (entendido como material aquello existente y tangible) y su carácter agonísitico (desarrollado, por carecer de corporeidad, en el ámbito que constituye la subjetividad de su individuo "huésped").

Crea una realidad en la que nos desenvolvemos libremente sin tener conciencia de su carácter virtual. Sin embargo, nuestros nexos humanos son para con este mundo y es en este mundo en el que se revelan las consecuencias de nuestros actos. Es en este plano de existencia en donde perviven las relaciones interpersonales que forjamos desde nuestra virtualidad amorosa.

Siendo más breve de lo que el tema amerita puedon pasar al siguiente punto. La caída de la idealización es algo inevitable. La propia fuerza motriz del tiempo hace cambiantes estas variables. Cada paso que la imagen creada retrocede es un paso que la imagen real da hacia adelante, con todas las consecuencias que esto puede conllevar. La naturaleza del vínculo queda visible y las virtudes o defectos son desnudadas. El amor cae y otros nexos han de sostener la estructura creada por él y su imaginario.

¿Qué es, entonces, además de todo lo dicho, el amor? Una oportunidad y un obstáculo, a la vez. Es oportunidad en tanto permite desde su virtualidad crear vínculos entre seres tal vez demasiado diversos como para acercarse de otras maneras. Es obstáculo en tanto saca de nuestro alcance la razón y la capacidad analítica lo que genera un desajuste entre las fuerzas subjetivas y objetivas en constante pugna dentro del individuo. Es obstáculo como lo es cualquier cosa que distorsiona y que engaña. Y en tanto engaño, puede ser traición y otras tantas cosas.

Y he de finalizar mi discurso para no inferir en el mismo juicios de valor extras. Dejo las conclusiones en manos de cada uno. ¡Salud a ustedes que leen mis desvaríos!


Lord KaNE
09/06/2008