miércoles, 16 de abril de 2008

Liberación

Ella lo miró. Siempre estaba absolutamente crédula cuando lo miraba. Sorprendentemente los ojos siempre se le tornaban inocentes, un regreso que carecía de voluntad y de sentido aparente. La entronización de lo inconsciente podría llamarse. La humedad recorrió toda su córnea y una pequeña gota, casi esfumada, se deslizó abruptamente. Sinuosa y brillante surcó su cara como una pequeña perla de desgraciada belleza. La bestia yacía allí. Como siempre. Otra vez. Había regresado de todas aquellas correrías nocturnas que se reproducían en un loop al infinito. Ya no sonreía al verlo a pesar de todo. Le dolía sonreír. Otra gota en su mejilla.

¿Había razones para tanta sumisión? ¿Era acaso lo que en sus tiempos mozos había soñado como amor ideal? La imagen de un altar, vestidos blancos y negros entrelazados en una promesa que día tras día parecía ser más ambigua. Una declaración de fondo salida de una voz con autoridad e instinto repetidor y fatuo. Algarabía. Fiesta. La ebriedad de la diversión danzante que saltaba en su cabeza, distorsionando toda su realidad (pero definitivamente de un modo mucho más sacro y puro que la distorsión que ahora se debatía en su conciencia). Las luces que iban y venían, los meceros escanciando vino en largas copas que derramaban salpicaduras de sangre purpúrea en todos los huéspedes que en ella se regocijaban. Las risas desmedidas, el sentido que ahora cargaban de falsedad parásita y el sentido, a la vez, de amistad engañada, caída en la trampa del narcótico líquido.

La despedida luego. La gente que, bamboleándose, vuelve a sus autos y trata como puede de regresar a sus casas, a sus mundos. ¿Habrán regresado todos sanos? Ya ni podía recordar si realmente conocía a todos aquellos seres que habían compartido aquella noche con ella. Sólo quedaban en su recuerdo las fuertes luces y la ebriedad. Creía estar feliz. O solamente estaba ebria. En aquel momento realmente no le importaban. Las sensaciones eran de una fuerza pulsional, de un instinto pretérito que empujaba a olvidar todo aquello que la alejara de ese pequeño mundo que, con inocencia, trataba de forjar ese día dando su palabra, dando su conciencia y dando todo lo que podía poner en el título de aquella hipoteca sádica. La bestia era en aquel momento un destello de hombría, cubierto de un negro tan negro que contrastaba con el rojo de su borracha cara. Sonreía. A todos sonreía y a ella también. Lo miró con cariño crédulo, como siempre, y devolvió la sonrisa. Él se acercó y la abrazó con fuerza, sin hablar. Tal vez no podía a esa altura de la noche o tal vez no sabía que decir o no lo consideraba pertinente. Vaya uno a saber. Hubiera querido saber leer mentes para evitar tantas cosas. O para crear tantas otras. Sus brazos eran fuertes y su impulso también. La última persona se fue ya.

Salieron bajo la luna a la noche estrellada, opacada por tan sólo algunas nubes grisáceas. Alguien en la televisión había dicho que llovería y toda la noche habían estado recordando el error de aquel prestidigitador meteorológico con sorna. Subieron al auto. El conductor parecía saber donde llevarlos, paseando suavemente el vehículo por entre las estrechas callecitas de la ciudad. Las risas eran un intercambio entre ellos que duró todo el viaje. Se acariciaban, se besaban, fuertemente. Ya los labios ardían pero no importaba que él siguiera mordiéndolos, voraz y lleno de pasión. Sus manos saltaban por todo su cuerpo y su presión la hacía dar pequeños respingos. El auto se detuvo. Bajaron y, apoyándose mutuamente, entraron subiendo unas escaleras a un cuarto reservado. Nadie hizo preguntas en la recepción y las llaves aparecieron en sus manos sin haber sabido nunca como pasó. Cerró la puerta de un sacudón. Abrieron el champagne que estaba en la pequeña mesa de servicio y lo bebieron entre carcajadas con ritmos casi histriónicos. La botella se vació y rodó por el suelo. Se desnudaron casi al instante, sin preámbulos. Los besos volvieron a sucederse ardorosamente y ella sintió como era penetrada con una violencia sensual. Fuerte espasmos y jadeos se siguieron uno tras otro y un trance los unió por unos instantes. Luego sintió como se inundaba de fluido y él se separaba. La hacía a un lado prácticamente. Todo daba vueltas y las luces se multiplicaban en el techo amarillento. Sintió nauseas y apretó fuerte los párpados para esperar que pasen. Al rato, él ya dormitaba babeando inescrupulosamente. Ella lo siguió al rato.

No quedó más de ese día que un dolor de cabeza agudo y el recuerdo constante de una decepción que mancha.

Cuatro años pasaron.

Por alguna razón (que nunca sabrá si buena o no) no pudieron concebir hijos. Él aseveraba que era culpa de ella. Ella no entendía como él podía estar tan seguro. Meses más adelante vio esos ojos negros calcados en un chico de siete años y futuro incierto. Ya media verdad aparecía develada.

Se siguieron estudios médicos humillantes y ominosos. La vejación salía del consultorio para meterse en la cama de su habitación. Había algo raro en el aire.

A los médicos le siguió la sangre. Un día el volvió ebrio aunque ya no como aquella noche de celebración. Y se descargó contra ella. Se tumbó sobre ella, le arrancó el pantalón y volvió a poseerla tan sólo para terminar recordando cuan en vano era eso. Le dijo inútil y la golpeó.

Y ahora él dormía. Como siempre y como nunca. Luego de tanto tiempo ya no distinguía tristeza de amor. Las noches se sucedían en un silencio tan absoluto como los días y la luz era tan indiferente como la noche. Toda la vida se condensaba en similitudes con una mancha de humedad en un rincón oscuro de la habitación. La mancha crecía despreocupada como un tumor que se abre paso, cambiando los tonos de la edificación correcta por aquellos que representan el caos degradador. Aquella mancha de humedad que atraía bichos de todas las calañas era como ella y en ella se sentía identificada. Se veía igual de inerme e inerte. Su destino desidioso copaba cada una de sus terminales nerviosas y la claveteaba al piso. Otra perla translúcida rodó por su rostro y se detuvo en una pequeña arruga. Enjugó esa pequeña gotita con su mano izquierda y luego la apretó con su derecha.

Algo hizo clic. Se escuchaba el repiqueteo de las gotas de agua cayendo en la pileta de acero de la cocina. Hacía ocho semanas que él dijo que iba a arreglar la canilla ¿O eran ocho meses? Abrió de un tirón decidido y silencioso el cajón de la mesita de luz. Allí estaba, al lado de la biblia, el revólver cromado que habían conseguido “por protección” según las palabras de él. Siempre estuvo cargado pero nunca disparo más que amenazas e injurias.

Le resultó más pesado de lo que hubiera creído. No sabía que pasaría si erraba así que casi lo posó en la oreja. Tuvo que sujetarlo con ambas manos para contener su pulso tembloroso. Las perlas ya eran miles marchando ordenadas por su cara y sus ojos se hinchaban rojizos y mojados. Su boca se frunció en una mueca de dolor agudo. La pregunta rondaba en su mente, golpeando una y otra vez, hasta la locura: ¿me libraré de esto así? Esperaba y a sí misma se lo decía: “un nuevo mundo me espera”. Sólo tenía que bajar los párpados y tener convicción en que sería liberada. El cañón rozó el pelo negro y su corazón dio un salto abrupto. Pareció detenerse. Ella trató de contenerlo, “no, todavía no, dame un rato más”.

Cerró con toda la fuerza que pudo los ojos y tiró bruscamente del gatillo. Sintió como que le faltaba el sustento debajo de los pies y cayó de rodillas. El estruendo había llegado a cada fibra de su cuerpo, haciéndola vibrar íntegra. La sangre era todo lo que llenaba su mente.

Y cerró los ojos.

“Ahí tenés, hijo de puta, el hijo que te merecés”. Dio un portazo y salió con decisión. Se soltó el pelo que hacía años llevaba recogido y se subió al primer colectivo que vio. Sabe Dios donde estará ahora.







Lord KaNE



16/04/2008