lunes, 2 de noviembre de 2009

Cuento I (sin título a la fecha)

Había caído el sol otra vez, como todos los días a esta hora. No sé porque pero todavía pensaba que podía por alguna mágica razón alterar este ciclo eterno. Era una de mis tantas expectativas esotéricas. Eran tantas realmente a esta altura de mi vida y crecían en vista de que me desilusionaba progresivamente y mi aislamiento crecía a la par de mi desilusión. Seguía tirado en la cama, rodeado de mis viejos libros de siempre y notando esporádicamente que cada vez menos gente y cada vez con menos frecuencia me visitaba. Y cuando lo hacían no dejaba de sentir ese sentimiento de hacerlo por alguna suerte de compromiso hipócrita. Ambos terminábamos asqueados de esa visita. Y por razones así me alegraba más de volver a mi exilio cuando el visitante se retiraba presuroso.
No voy a negar que me cuestionaba porque la gente se alejaba de mi presencia. Me interesaba saberlo y, lo que es más interesante de saber aún, no distinguía si me interesaba descubrir esto por el interés de su compañía o para saber simplemente más acerca de la naturaleza humana para poder con este nuevo conocimiento vilipendiarla más. En estas cavilaciones había transcurrido mis últimos meses. Por mera curiosidad trataba de recordar desde cuando y porque razón había inducido mi aislamiento voluntaria. Y día a día renovaba mis esfuerzos por retomar esta razón primigenia. Para agilizar mi recuerdo es que ahora escribo; es mi manera de refrescar mi memoria desde que era chico. Siempre recurría al papel que, aunque sabía que ficcionalizaba la realidad me permitía reconstruirla de una manera mucho más satisfactoria que los otros métodos que a lo largo de mi vida se me fueron presentando.
Debía, claro está, empezar por lo primero y lo primero es el primer tema referido a mi actual estado que se presente en mi memoria. ¿Cuándo había empezado esto? Tocaba empezar a recordar y a transcribir todo aquello que recordara. ¿Por dónde empezar? No lo sé ni sé cómo podría saberlo. Prefiero entonces dejar las cosas con cierto tinte natural y hacer fluir simplemente las palabras. De todas maneras, siempre queda tiempo para luego corregir y rever lo que se ha ya escrito a pesar de que sea en si misma una realidad paralela construida. No importa. Realmente no importa. Mejor empezar por lo primero, lo primero, lo que considere primero, lo que recuerde primero. Veamos.
Hace algunos años, unos seis o siete, me había graduado en la universidad de flamante licenciado en Filosofía. Varios años me había demorado en sacar este título, varios más que la mayoría y casi treintañero salía de las puertas de la academia a la que había entrado una década atrás. Creo yo que no tenía que ver con escasez de capacidad sino con un gusto desmedido por ir más allá de lo que se me pedía, de investigar además de leer y de personalizar todas y cada una de las páginas que llegaban frente a mi. No terminaba de convencer a mis profesores este método y tampoco llegaba a satisfacer los tiempos propuestos pero de cualquier manera hacía una multiplicidad de carreras dentro de una sola. Por lo abocado de mi esfuerzo y por saber que estaba en cierta manera en lo correcto no ceje en ningún momento ni tampoco cedí frente a la frustración que varias veces golpeaba a mi puerta. Y, para colmo de males, tampoco podía echar la culpa de mi demora a mis amistades universitarias porque prácticamente no tenía ninguna más allá de aquel anciano librero con el que compartía largas horas hasta que el cierre de la biblioteca me viera obligado a retornar a la realidad y con ella a mi hogar solitario. Decididamente bastante solitario porque vivía solo desde los dieciocho años cuando abandoné mi hogar familiar para lanzarme a mi aventura universitaria.
Decía acerca de este librero que era mi única amistad universitaria. Y no exagero ni medio centímetro al afirmar esto con total certeza. Hablaba poco, evadía contactos, no encontraba nadie fuera de la facultad. Solamente este afable anciano. Don José se llamaba y no había nunca expurgado su acento español a pesar de llevar décadas en este país. Le daba cierto encanto de todas maneras escucharlo hablar con esa tonada tan típica y a la vez tan particular. Esperaba el fin de las clases para escabullirme a los pasillos de la biblioteca y buscar entre ellos la cabeza cana de José y, yendo a su encuentro, ver con emoción que en las manos tenía ese volumen que el día anterior me había prometido buscar entre su colección de libros insólitos. Colección que llegué a pensar era interminable, eterna y capaz de sacar de sus fueros cualquier material de lectura, incluso los libros prohibidos de la Biblia, todo aquello que se me ocurriera pedir. Y cuando mi emoción se tornaba incontenible y mis ojos se iluminaban, don José sonreía oscilando entre la picardía, cierta malicia y un sentimiento de paternal acogimiento. Ahora que pienso en estos recuerdos y los evoco, puedo llegar a suponer que una de las razones de la demora de mi graduación pudo haber radicado en las ganas de permanecer cerca el mayor tiempo posible de este anciano bibliotecario. Temía perder su contacto. Temor infantil si los hay, pero existente de todas maneras. Y aunque a nivel inconsciente, muy difícil de erradicar. Casi imposible de erradicar. ¿Cómo iba yo a conseguir esos exquisitos materiales de lectura sin el contacto de don José? Estaba consternado de tan sólo pensar esta posibilidad.
Quedándome un par de finales para recibirme, recuerdo que como todos los días volví a caminar entre los pasillos de esa vieja biblioteca. Aunque este día, ahora que lo pienso desde la distancia que ha impuesto el tiempo, fue diferente a todos aquellos que ya habían transcurrido entre aquellos libros. Volví a buscar al anciano entre los pasillos y volví a ver su sonrisa picarona al encontrarme. Pero esta vez tenía algo particular. No creo poder decir que era pero mi instinto me lo decía así. Había algo en su ánimo que había cambiado. Y lo peor es que no podía adivinar si eso era bueno, malo o simplemente era otra de mis paranoicas ideas. Me perdía en estas indagaciones sentimentales cuando el viejo me salió al cruce y me saludó con un apretón de manos y una sonrisa.
Respondí el saludo y me ensimismé más todavía en mis reflexiones acerca de esa extraña aura que envolvía al librero. Entablamos un diálogo introductorio con las preguntas formales de siempre acerca de cómo nos encontrábamos y que nos parecía este día al menos en lo que llevábamos despiertos. Seguía pensando que estaba raro el día ese. Él lo notó y decidió dejar de dar rodeos inútiles al respecto.
- Sabes, chico (porque me seguía diciendo chico a pesar de que casi tenía treinta años) que estuve pensando acerca de tu próxima graduación y decidí hacerte un regalo un tanto especial
- Esto es mucho más de lo que esperaba de usted, más regalo que los que me ha dado día a día en mis visitas a la biblioteca no hubiera esperado y realmente tampoco hubiera hecho falta. No me va a alcanzar la vida para darle gracias por el espacio y el tiempo que me ha cedido. No sé realmente como agradecerle aún.
- No tienes que agradecerme, chico. Lo hago con gran placer ciertamente. Pero ya deja de ponerte incómodo. Voy a ser breve para que dejes de inhibirte – volvió esa sonrisa picarona a su cara mientras desviaba la mirada para que no viera la risa que invadía sus ojos frente a mi vergüenza – Apuesto a que mi propuesta te va a resultar sumamente interesante. Vamos, anímate, chico.
- Estoy animado, no se confunda, por favor…
- A otro con ese cuento. Sea como sea, problema tuyo. Yo simplemente por el día de hoy te voy a contar mi propuesta y tu sabrás que decirme al respecto. Ni más… ni menos. Te he conseguido un trabajito.
- ¿Trabajo? Pero… ¿de qué? – la sorpresa comenzaba realmente a copar mis ideas a toda máquina.
- Eh, eh, tiempo al tiempo que no he terminado de hablar aún. Bueno, iba diciéndote: te tengo un trabajo. He hablado con un viejo amigo mío y hemos llegado a la conclusión de que podría hacer buen uso de un asistente que trabajara con él. Verás, su trabajo es levemente particular, es traductor y censor de manuscritos inéditos y demás rarezas. Creo que podrías sacar bastante rédito de un contacto como él. Sin contar que su compañía te va a resultar interesante viendo tus gustos no comunes para el promedio de gente de tu edad.
- Vamos, por favor, no puede estar hablando en serio. ¡Es una oportunidad inmejorable! No sabría como pagarle ni agradecerle semejante favor. Es un regalo imposible de mejorar. No puedo encontrar palabras, me ha dejado mudo.
- Mientras que puedas seguir leyendo, dudo que haya problema al respecto, no necesitarás tu lengua mucho más – y esa sonrisa de anciano pícaro se acentuaba en su rostro – Ahora sin más, todos los papeles concernientes al viaje te los enviaré hoy por correo, apúrate de una vez a recibir tu diploma así partes lo antes posible.
Era una noticia excelente, imposible de mejorar. Mucho más de lo que podría haber esperado ciertamente. Me despedí del anciano y volví a mi casa con una alegría estupefacta. No pude siquiera leer esa tarde porque mi emoción invadía cada rincón de mi cerebro haciendo todo esfuerzo intelectual sino imposible al menos sumamente dificultoso. Pasé el resto de ese día entre ensueños tirado en la cama, viendo el techo pero observando el futuro que me deparaba esta nueva posibilidad y sus infinitas variables, todas ellas de matices que variaban entre positivos y excelentes. En tales ensoñaciones me quedé profundamente dormido y recuerdo vagamente haber tenido un sueño casi tétrico entre pasillos llenos de páginas amarillentas y telarañas de tamaños inusitados. Y en esos pasillos me perdía entre sus esquinas todas diferentes y a la vez iguales sintiéndome en ese Aleph borgeano. Mientras me iba adentrando más y más entre los pasajes librescos, menos recordaba como volver, menos recordaba porque volver y menos ganas sentía justamente de volver. Así desperté y todavía creía estar entre pasillos habiendo perdido todo sentido de lo que era y de lo que no era real.
Pasé algunos días, creo que cinco teniendo en cuenta lo que tarda el correo en despachar la correspondencia porque recibí la papelería que don José me había prometido. Allí estaba el cartero golpeando la puerta y allí estaba yo recibiendo aquel sobre grueso de papel madera. En absoluto silencio, conteniendo casi hasta la respiración para no cortar ese sepulcral silencio, entré a mi casa y me dirigí al estudio para dar cuenta de mi correspondencia. Caminaba sinuoso incluso para evitar que mis suelas hicieran ruido contra el piso. Creo ahora que temía inconscientemente perturbar de alguna manera esta situación y derrumbar el ensueño que estaba viviendo.
El sobre ciertamente venía de parte de José y estaba domiciliado en la biblioteca de la universidad. Me causó gracia pensar que el anciano vivía ahí adentro como para no poner otra dirección más que la de su lugar de trabajo. Era cierto que no lo había visto fuera de ahí pero que ideas que se me ocurrían…
Lo abrí lentamente, escuchando con detención cada quejido del papel al quebrarse y abrir paso al interior del sobre. Lo primero que vi adentro fue una serie de papeles oficiales sellados, supuse que serían la documentación legal que me acreditaría como empleado de este lugar que, cayendo ahora en la cuenta, no sabía ni donde estaba, ni siquiera por aproximación. Debería tomar nota de prestar más atención a este tipo de detalles, algún día podría llegar a arrepentirme de estas decisiones en el aire. Decanté momentáneamente los sellados para pasar a los papeles amarillentos de carta signados con la enjuta letra del español. Era eso lo que me interesaba y allí esperaba encontrar datos más fieles y certeros que entre los sellos de tinta rojo sangre. Desplegué las hojas y comencé a recorrerlas con la mirada. Resultó ser que esta casa de libros estaba situada en un viejo casco de estancia en las afueras de la provincia. Al menos no era lejos pensé. Aunque ese mismo pensamiento me llevó a seguir mi razonamiento en la dirección del asombro: ¿cómo era posible que un templo del saber como era se suponía este lugar me hubiera pasado inadvertido o cómo era que don José nunca lo había nombrado antes? Una gran extrañeza rodeaba este asunto, era inevitable. Debía dejar esos pensamientos de lado, simplemente debía estar reservando la sorpresa para mí desde hacía tiempo. Supongo que confiaba en mi capacidad y decidió verla lentamente para contemplar su desarrollo y su potencial. Esa debía ser la razón con seguridad. No daba muchos datos más allá de lo que podría haber deducido. Tenía que presentar la documentación al entrar, ponía un plazo de acá a un año y otros detalles bastante nimios. Menudencias por decirlo de alguna manera. No disminuyeron mi interés en la propuesta de todas maneras pero alguna que otra leve duda se encargaron de sembrar.
De cualquier forma, en los meses que siguieron puse particular empeño en apegarme a los programas dogmáticos de la universidad y uno tras otro finalicé con mis compromisos académicos. En poco más de un semestre mi carrera había finalizado y mi título se hallaba en trámite. Presuroso me encargué de fechar los pasajes para partir hacia mi nuevo trabajo que con ansias estuve esperando. Mi partida estuvo resuelta en casi nada de tiempo, mucho más rápido parecía ahora que lo veo a la distancia.
Unas semanas más adelante, diploma en mano, me subía a un ómnibus con destino a la estancia sin saber mucho más que eso que acababa de decir. Que iba a trabajar pero sin saber realmente de que ni en que. La sola idea de saber que era algo relacionado a los libros y que venía de parte de aquel librero que tanto me supo dar fueron suficientes razones (y de sobra diría) para aceptar la propuesta. Y me hallaba así viajando.
Un par de horas de andar sinuoso en ruta fueron más que suficiente para que desplegara todo el arco de mi curiosidad inquisitiva acerca de mí destino y para que finalmente éste llegara ante mi o, mejor dicho, yo llegara ante él. Finalmente ya estaba ahí luego de tanto anhelar. Bajé del micro y, luego de tomar mi equipaje, fui en busca de un taxi para llegar finalmente a mi nuevo trabajo. Veinte minutos más tarde estaba en la puerta de este lugar.
La primera impresión he de reconocer que no fue muy favorable y que el aspecto del lugar no contribuía a mejorar esa impresión. Era realmente una estancia pero parecía no haber estado habitada en los últimos treinta años al menos. De hecho, seguía pareciendo deshabitada a pesar de que tenía informes de que eso era imposible. Tenía que estar habitada, José no pudo haberme mentido. Era tan sólo probable que, debido a que era un solo hombre entre tanto trabajo no pudiera preocuparse por el aspecto exterior del caserón. Incluso tal vez era para mantener el valioso material de ahí dentro en cierta manera de incógnito frente a miradas y manos curiosas. Eso debía de ser con seguridad. Para apartar esas dudas molestas directamente marché hacia la puerta y golpee la aldaba sin pensarlo dos veces, antes que siquiera la sombra del arrepentimiento se figurara en mí. Golpee una, dos, tres veces de corrido sin esperar respuesta debido a mi ansiedad. Dos segundos de espera se estiraban hasta parecer dos horas, más aún luego de haber pensado que tal vez no habría nadie vivo ahí dentro. Tal era el poder irrisorio de la duda en mi mente, siempre procedía igual, quebraba todo espectro de lo posible para enloquecerme esporádicamente. Cuando me iba a disponer a golpear por cuarta vez ante el llamaado insistente de mi ansiedad, la puerta cedió con un chirrido a óxido y humedad. Estaba para mi tranquilidad habitada finalmente. Gracias a Dios.
Y detrás de la puerta cancel antigua asomó la figura de un hombre menos anciano de lo que habría esperado ciertamente. Calculo a pesar de no haberle preguntado nunca que no pasaría los cincuenta años bajo ninguna posibilidad. Casi podría hasta afirmar en un arrojo de optimismo que era de mi misma edad, casi la de un hermano mayor. Fue la primera sorpresa que me depararía esa vieja casona en el tiempo que duraría mi residencia. Me intrigó de buenas a primeras como era que con tan corta edad había conseguido un puesto tan interesante y de ribetes tan codiciados para decenas de investigadores que en su juventud pujarían como locos por hacerse un lugar en el apretado mundo del academicismo. Tendría sus méritos y bastante buenos habrían de ser por cierto. Más aún por venir de la mano de José su recomendación creía en esta opción. No habría de ser ningún advenedizo aunque su edad diera a sospechar. En ese instante decanté esas ideas pensando que vería sus capacidades en breves horas cuando comenzara a analizar su modo de trabajo. Por cierto, recordé otra vez que no sabía casi nada sobre ese trabajo más allá de que implicaba libros antiguos y especiales por su valor inédito. Doble carga de curiosidad. Cada vez acrecentada más a medida que transcurrían las horas en este pueblo y comenzaba a interrogarme acerca de decenas de detalles curiosos para lo que la universidad me tenía acostumbrado.
Se presentó con un seco y parco saludo formal. Aparentemente sabía todo lo que tenía que saber de mi, incluso sabía quién era, cosa que no me extrañaba considerando el caudal casi inexistente de visitas que en esta casa debía de tener. Ni siquiera mi nombre confirmó y me hizo pasar. Su mirada fue todo el chequeo y examen previo que tuve que pasar. Sentí como me calaba lentamente con sus ojos grises, me vulneraba casi hasta mis últimas resistencias. En esos ojos comprendí al instante de manera instintiva que tenía algo que justificaba su posición, algo que demostraba que tenía real talento para el cargo que desempeñaba, sea cual sea, en este lugar. Mientras caminábamos por el zaguán que nos guiaría hasta la primera sala de la casona, se presentó como Enrique Abad y dijo que había llegado designado desde España para tomar este cargo. Sentí deseos fortísimos de acosarlo a preguntas pero, casi leyendo mis intenciones me dijo que entendería designado a que fue cuando comenzara a tomar responsabilidades bajo su cargo. Algo me decía que casi podía mirar en mi interior como si se tratase de un libro abierto, si se me disculpa la metáfora libresca que viene bien para amenizar el relato.
Al pasar de largo esa presentación tan forzosa como innecesaria debido a que él sabía todo lo que debía saber de antemano y yo no quería averiguar demasiado por un temor inmanente, seguí sus pasos a través de un largo pasillo de piso adoquinado hasta el que sería mi scriptorium provisional. Una nueva sorpresa, para variar en lo que venía viendo, me esperaba dentro de mi lugar de trabajo. Era considerablemente enorme a sabiendas de que iba a trabajar prácticamente solo. La habitación se extendía por decenas de metros delante de la arcada por la cual entramos y las filas de piedras negras que formaban tramas en el suelo se perdían de vista en la lejanía del ambiente. Una mesa circular tomaba el centro rodeado por pasillos también circulares llenos de anaqueles con libros en su mayoría. Noté que entré por un lado a una construcción con forma de domo, redonda en su base, redonda en sus paredes. Una bóveda. Trabajaría en una bóveda que carecía de entradas de luz natural salvo algún que otro ventanuco alto en el techo por el que pasaba luz amarillenta apenas suficiente para fijar la vista sobre las páginas. Pobre de mis ojos pensé. Así y todo, a pesar de la desventaja técnica, mi pecho se hinchó de emoción al verme como uno de aquellos monjes estudiosos de la Edad Media, inclinados sobre una vela grasosa pasando noches entre códices y rollos en una penumbra casi absoluta. Me parecía un homenaje bastante simpático. Debía de tener una sonrisa estúpida en el rostro mientras me perdía en estas ensoñaciones por la cara que recuerdo dirigió hacia mi el señor Abad. Más simpática la idea, mi patrón era un Abad, ya estaba casi totalmente convencido de estar en un refectorio monacal. Mi imaginación me estaba divirtiendo a lo grande a pesar de que me veía obligado a contener mi comicidad enfrente de la seriedad broncínea de mi nuevo patrón.
Luego de una recorrida reglamentaria por las instalaciones, me acomodé en mis aposentos con la directiva de que mañana mismo, una vez que me hubiera repuesto del viaje y mis pertenencias estuvieran en su debido orden, comenzaría ya a desarrollar mi trabajo pretendido. A grandes líneas (y sin ningún tipo de detalle en profundidad para mi desgracia), el señor Abad me informó que sería una suerte de bibliotecario auxiliar mientras que él seguiría siendo el encargado de desglosar los libros allí guardados. Entonces, según lo que pude entender en ese momento, mi trabajo consistiría en ordenar las estanterías y comenzar a fichar los volúmenes para facilitar el acceso inquisidor de mi jefe en sus posteriores investigaciones. Fue una buena noticia ciertamente porque podría leer a mis anchas y en vista de que carecería de otro pasatiempo engrosaría en muy poco tiempo mis caudales de lectura de una manera exorbitante. Realmente una noticia muy alentadora. Comenzaba a estar ansioso y por esta razón esa noche me costó bastante conciliar el sueño. Muchas ideas se apilaban en mi mente acerca de qué clase de libros habría en aquella bóveda convertida en mi nuevo estudio. Como había dicho don José eran todos libros de vieja, viejísima data y esto contribuía a que mis nervios se exaltaran todavía más hasta impedirme dormir en tranquilidad a pesar de estar visiblemente extenuado por el viaje de esa tarde y por tener que haber acomodado mis posesiones que, si bien eran escasas, trataba yo con el máximo de los cuidados.
Pasé de todas formas una noche sin sueños ni exabruptos en mi cama nueva. Desperté con el sol al amanecer debido a que la luz de lleno entraba por la gran ventana que tenía sobre el escritorio de mi cuarto. Carente de persianas o cortinas diría yo con la idea de dejar pasar esa cantidad enorme de luz para obligar a su huésped a madrugar siempre; siempre y cuando saliera el Sol, claro está. No había siquiera terminado de vestirme por completo cuando Enrique comenzó a golpear mi puerta instándome a salir pronto diciendo que un largo día teníamos por delante. Creo que le causé cierta satisfacción al salir casi al instante, él debía pensar que yo me hallaba durmiendo aún.
Nuevamente me encontraba caminando tras él y nuevamente me conducía a aquella bóveda que me asignara el día anterior. Allí me hizo sentar en un escritorio, él tomó asiento frente a mi del otro lado de la mesa y cruzando las piernas comenzó a hablar con detallada calma.
- Veo que tu carácter es tranquilo o, caso contrario, estás por alguna razón asustado o intimidado porque desde que has llegado no has tenido ni siquiera la ocurrencia de preguntar aunque sea en superficie qué era lo que deberías hacer en este lugar. Me agrada de cualquier forma que tengas la confianza suficiente en José como para venir prácticamente a ciegas. Es un buen hombre.
- Coincido con eso último, - me sentía raro de alguna manera por tratar deferencialmente a alguien que podría ser con tranquilidad mi igual en contextos no tan diferentes al que ahora nos unía - señor. Y, a pesar de no saber en qué me voy a desempeñar exactamente, la idea de trabajar entre material publicitado como fue publicitado por el señor José me cautivó y por eso heme hoy aquí frente a usted.
- Buen punto, buen punto. Bien, ahora es momento de que sepas lo que has de saber para que puedas de una vez empezar a serme útil. Mira a tu alrededor – extendió la mano y moviéndola en abanico desplegó frente a mi vista toda la vastedad de estantes que nos rodeaban en varias filas a lo largo de los pasillos concéntricos – Un buen hombre ha llenado todas estas repisas a lo largo de sus viajes y como su bondad radica en sus pies movedizos y no en su cabeza porque, claro es, no tenemos tiempo en la vida para dedicarnos a todo, me ha puesto a cargo del desembrollo de todo este mundo escrito que tenemos hoy aquí. La tarea es titánica y me estaba llevando a la completa exhaustividad mental y física y por eso es que me vi obligado a requerir un asistente. Hace catorce años que estoy trabajando aquí dentro – la sorpresa cruzaba mi rostro de una manera visible porque él sonrió. Catorce años… prácticamente la mitad de su vida en esta biblioteca, entró siendo tan sólo un joven inexperto; ahora era capaz de entender porque tanta profundidad en su intelecto – Y, sin mayores preámbulos, eso te trajo hoy a mi lado. Habrás de alisar el camino que yo luego caminaré, ¿se entiende que espero de tu persona?
- Claro que sí, señor – asentí a pesar de no tener mucha idea de que pretendía hacer, confiaba en darme una idea cuando empezara - Si me señala cuál es el eje que siguen sus investigaciones, podré luego comenzar a purgar el material.
- Pretendes que te diga mucho más de lo que espero decir. Por ahora, basta de conversación en esta sala, no le agrada que se llene tanto de voces. Por lo pronto, siéntete libre de recorrer este lugar como si fuera tu casa, familiarízate al detalle con él porque habrás de pasar tantísimo tiempo entre estas paredes. Eres libre de comenzar como tú prefieras. Nos veremos al mediodía para almorzar. Te iré poniendo al día respecto al funcionamiento horario a lo largo de esta semana. Que disfrutes tu estadía.
Sin dejarme derecho a réplica, se paró y veloz salió entre los pasillos caminando. Suspiré y me dije a mi mismo que era hora de demostrar que tenía buena madera en la construcción de mi esencia. Cerré los ojos por unos instantes, relajé mis extremidades y me decidí a dar la primera ronda de exploración para darme una idea más atinada de sobre que habría de trabajar y cuáles serían mis soportes. Aquí comenzaba mi idilio libresco.
La primera tarde pasó embobado entre autores clásicos de la antigua Roma, pensadores medievales y algún que otro griego perdido. Eran materiales que sea por forma o sea por contenido jamás en la vida habría llegado siquiera a imaginar que existían. Encontrar uno de estos ejemplares era sorprendente. Encontrar decenas y todos en el mismo lugar era simplemente increíble. Me creía en un sueño del que no querría despertar nunca.
Los primeros días transcurrieron sin mayores detalles dignos de ser contados porque mi estupor fascinado lo cubría todo con un velo de deslumbramiento. Recorría esos pasillos internándome cada vez más entre los libros y dejándome perder cada vez más entre sus páginas amarillentas de pergamino, vitela y papel ocre. El día se daba vuelta y volvía a empezar simulando un reloj de arena que, al terminar su ciclo, se voltea para comenzar nuevamente otro idéntico pero igual de simétrico y exacto. La falta de reloj y de calendarios en la bóveda contribuían a este efecto además; mi única guía temporal era el Sol escabulléndose detrás del ventanuco que me iluminaba indicando que debía cerrar mi ciclo diario con mi cena y descanso. Prácticamente no veía al señor Abad salvo en las comidas y a pesar de esto podía desempeñar mi trabajo. Por una curiosa suerte de simbiosis podía entender y adivinar que estaba necesitando y recurría a esos volúmenes para desmenuzarlos con ahínco.
Comenzaba a conocer cada estante con precisión y mi instinto se aguzaba permitiéndome encontrar lo que quisiera dentro de esa bóveda a voluntad, rastreando como un sabueso. Ya era una parte orgánica más de la estancia biblioteca y como tal me movía con total desenvolvimiento entre los pasillos y cuartos. En una epifanía dantesca a medida que pulía mis conocimientos tanto intelectuales como de la disposición de la biblioteca, comenzaba a internarme en círculos más avanzados poniendo a prueba constantemente mis capacidades adquiridas. Cabe aclarar que la forma circular de la bóveda no era gratuita y respondía a la manera concienzuda de organizar los anaqueles. O tal vez fuera al revés, detalle nimio si los hay. Lo importante era que el círculo se constituía como patrón organizador de todo lo central para la existencia de esta casa. Hasta llegaba a afectar el tiempo: con el transcurrir de los días, noté que el ventanuco no tenía una ubicación azarosa. Su disposición permitía que un círculo se formara con la luz del Sol en el piso y a medida que éste avanzaba, fuera caminando por el piso siguiendo un patrón de números marcados con adoquines de colores diferentes en el piso lo que construía un reloj excelso. Así solucioné mi falta de asidero temporal y mi estado de sorpresa volvió a regocijarse. Comenzaba a creer que este lugar nunca dejaría de depararme nuevas sorpresas y satisfacciones y rezongaba por no haber sido capaz de encontrarlo antes creyendo que era más útil una semana aquí que un año en la vieja universidad o ensimismado en mis lecturas solitarias.
Comenzaron a pasar de esa manera días, semanas, meses e incluso algunos años y cada vez me olvidaba más del tiempo. Mantuve siempre el mismo trato distante con Enrique aunque en los últimos tiempos él comenzó a oficiar de guía en ciertos rincones que permanecían imposibles de asir para mí. Desde que tuve ese mecenazgo sobre mis esfuerzos noté que progresaba como por arte de magia y, a la vez, noté que comenzaba a incursionar en una suerte de relación simbiótica con Abad. Ese vínculo que se crea entre personas que comparten mucho tiempo juntas hacía que casi no hiciera falta mediar palabras y, por otra parte, lo evitábamos para no quebrar el silencio dorado que nos retraía a una reflexión inagotable. De este modo, inicié la lectura de autores que jamás había oído nombrar en el mundo occidental moderno. Eran revelaciones fortísimas, de tanto impacto sobre la realidad cotidiana que darían vuelta el mundo. En esas letras, manuscritas varias de ellas, mi mente se sumergía en una espiral vertiginosa.
Hasta que mis ojos se volvieron grises.
No sé cuando pasó porque la falta de reflejos en aquella estancia hacía imposible que revisara mi aspecto. Cuando lo conseguí casualmente en el fondo de una escudilla de acero noté que mi barba era tupida, mis cabellos largos y mis ojos de un brillo que no recordaba y que, en primera instancia, atribuía a la opacidad del acero mugriento. En la búsqueda ahora consciente de nuevos reflejos noté que mis ojos ciertamente eran ahora grises. Detalle que perdió importancia al volver inmediatamente a mi trabajo diario.
Olvidé este cambio al continuar con mis lecturas y desde ahí transcurrieron algunas semanas más, imposibles de precisar en el calendario. Cierto día noté que Enrique no había venido a la hora de la comida, cosa sumamente extraña porque se había hecho fama de una puntualidad mecánica. Esa ausencia que impedía mi única compañía a lo largo del día crispó mis nervios al instante. Comí en sepulcral silencio mirando fijamente la puerta del comedor esperando verlo entrar en cualquier instante. Hecho que no pasó a pesar de que aguardé un buen tiempo luego de haber terminado mi ración. Algo raro estaba sucediendo esa noche así que decidí salir en su búsqueda entre los pasajes de la casona. Recuerdo estar en ese momento visiblemente paranoico y exaltado.
Salí del comedor y comencé a correr entre los pasillos entrando en todas las habitaciones que se me cruzaban. Se me iba el aliento y pasaba puerta tras puerta sin novedad aparente hasta que me quedó sin revisar solamente la bóveda en la que trabajaba. Si no se encontraba ahí dentro significaba que había abandonado la casa y creo que eso me preocupaba todavía más que encontrarlo en el estado que fuese. Con temor y lentitud instintiva abrí la puerta sin saber que podía ni mucho menos que podía esperar encontrar del otro lado.
Así fue como desencadené los últimos recuerdos que tengo de aquel lugar. Se sucedieron en forma vertiginosa y luego, por alguna razón mi mente se negó a grabar nada más. Estaba el cuerpo del señor Abad en el centro de la bóveda rodeado de códices. Con el alma helada me acerqué solamente para comprobar que estaba muerto. Parecía que su corazón se había detenido en paz porque su cara mantenía facciones calmas y apacibles. Incluso luego de su muerte era incapaz de cerrar sus siempre vigilantes ojos que, vaya a saber yo porque, se habían tornado marrones. Además, se había rasurado su vieja barba y parecía tan limpio y perfumado como un recién llegado. Hasta podría decir que la muerte que lo acosó esa noche lo había rejuvenecido algunos años, cosa increíble. Estaba alterado a más no poder en ese momento. Mi único guía yacía muerto y yo no tenía idea de nada en este lugar. Mis nervios finalmente colapsaron y me desmayé.
Desde ese momento todo se torna nebuloso y los recuerdos se pierden. Traté de hilvanarlos durante mucho tiempo encerrado en mis cavilaciones sin resultado alguno. Largas tardes paso todavía encerrado buscando reconstruir mi fragmento de pasado perdido en mi estudio mientras mi asistente trabaja en la biblioteca organizando aquellos viejos libros. Tengo tanto trabajo últimamente que no consigo siquiera concentrarme en recordar.

No hay comentarios.: